“Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño,
así una vida bien
usada causa una dulce muerte”.
Leonardo Da Vinci.
Hablar de la muerte pudiera parecer deprimente, pesimista o amargo, y existe un gran número de personas que prefieren hacer justo lo contrario, aferrarse a la idea de una vida sin extinción y evitar hablar de ella; algunos juegan al escondite y hasta deciden no pronunciar su nombre para no crear un mal augurio. Para ilustrar esta idea pudiéramos narrar una fábula oriental que nos cuenta sobre un famoso yogui que logró alcanzar un buen número de facultades paranormales. Tanto así que pudo percibir el momento en que el emisario de la muerte venía a buscarlo y, en ese instante, logró multiplicarse en muchos cuerpos idénticos, con lo cual este emisario fue incapaz de identificarlo. Decepcionado, volvió con el señor de la muerte a explicarle lo sucedido y este, después de mostrarle una sonrisa, le susurró algo al oído. Cuando volvió por segunda vez el emisario, el yogui se multiplicó nuevamente en varios cuerpos idénticos, pero en esta oportunidad el visitante comentó en voz alta: “lo has hecho muy bien, pero te equivocaste en algo.” Dolido en su orgullo, el yogui protestó: “A ver, dime en qué me equivoqué”, en ese momento el emisario lo reconoció y se lo llevó por una mano. Como pudimos percibir en estos relatos, escapar de la muerte es imposible, tan solo queda aceptarla y relacionarnos con su presencia.
En realidad,
existen numerosas razones que pueden justificar el temor a la muerte, en primer
lugar, tenemos un instinto de conservación que va a luchar para que la vida
continúe y evite este final, tenemos también el miedo ancestral a lo
desconocido, a aquello que pueda existir después de esta vida, a esa
experiencia oculta e inescrutable, o peor aún, que no exista nada y tan solo
desaparezca nuestra conciencia con el cerebro. Por otro lado, se encuentra el
temor a las enfermedades y el sufrimiento previo al fallecimiento, también hay
un rechazo a la soledad que produce la antesala de la muerte y por último
podemos hablar de la angustia de saber que nos apartaremos de nuestros seres
queridos y que no podremos cumplir los planes que teníamos planteados para un
futuro. Todos estos puntos son ciertos y marcan una justificación al tratar de
evitar este inevitable ocaso, pero no por eso dejará de llegar, ni de
sorprendernos con la partida de un ser querido. Bien lo expreso el filósofo
Michel de Montaigne en su ensayo Que
filosofar es prepararse para morir: “Unos
vienen, otros van, trotan estos, danzan aquellos, pero de la muerte nadie nos
informa. Todo es muy hermoso. Pero cuando el momento llega, a propios y
extraños, a sus mujeres, hijos y amigos, los sorprende y los coge de sorpresa y
como al descubierto. ¡Y qué tormentos, qué rabia y qué desesperación se apodera
de todos! ¿Visteis alguna vez nada tan decaído, cambiado y confuso? Es
necesario, por tanto, andar prevenido.”
No obstante, todo
va a depender del enfoque que le demos a este concepto, porque lo cierto es que
somos seres finitos, que estamos de paso por este mundo, y tener presente a la
muerte puede traer efectos muy positivos en nuestra vida. Ya lo dijo Viktor
Frankl: “la muerte solo puede causar
pavor a quien no sabe llenar el tiempo que le es dado para vivir”.
El
tratar de buscarle una explicación a este inevitable final, ha movido la
imaginación y la investigación del ser humano para encontrarle un sentido a la
vida. Debido a la muerte nacieron los primeros mitos y de aquí las religiones.
El temor a los embates de la naturaleza, que en cualquier memento podían
arrasar con una población ya sea por un tsunami, un deslave, un terremoto, una
inundación o la explosión de un volcán, llevó a pensar que este fenómeno se
producía por el enojo de seres invisibles que castigaban a los humanos por sus
malas acciones. Llevados por la intuición, y algunos por los oráculos, tenían
la confianza de que estas personas fallecidas se dirigían a otros mundos
inmateriales, donde vivirían en relación a las obras realizadas en vida (sean
buenas o malas).
Vale
la pena citar un ejemplo de cómo la mitología griega, de las más ricas en
cuanto a mitos, trataba el tema de la muerte. Para los griegos, Tánatos
representaba a la muerte esperada, la que llegaba con serenidad, y el dios Ker
o las Keres, espíritus femeninos sangrientos y aterradores, se relacionaban con
la muerte violenta. Pero Tánatos también era el hermano gemelo de Hipnos, el
sueño, ya que al dormir la persona quedaba en un estado similar al de un
cadáver.
Siempre
esta partida del mundo físico se producía por causa del inevitable destino, y
este estaba regido por las Moiras, que eran tres mujeres: Cloto, Láquesis y
Átropos. Cloto era la hilandera, la que hilaba la hebra de la vida, Láquesis se
encargaba de medir con su vara la longitud del hilo de la existencia del mortal
y Átropos era quien lo cortaba con su filosa tijera. De esta manera el alma se
dirigía al Hades, región donde habitaban las almas de los difuntos. Después de
pasar por el río Estigia, guiados por el viejo Caronte en su barca, llegaban a
encontrarse con el furioso perro de tres cabezas llamado Cancerbero, y tres
jueces que determinarían si el cúmulo de acciones realizados en la Tierra se
inclinarían hacia el lado positivo, con lo cual se dirigirían a los Campos
Elíseos o a las Islas Afortunadas, o si les tocaría descender al tártaro, donde
sufrirían penas inimaginables por sus faltas.
De
la misma forma en que los mitos y la muerte caminaron de la mano con los
griegos, también lo hicieron los romanos, los celtas, los egipcios, los incas,
los mayas, los aztecas y diversas tribus africanas, solo por mencionar algunas
culturas en el hilo de la historia.
El
paso del mito al logos y, en consecuencia, el nacimiento de la filosofía,
también apareció como una forma de vivir en compañía de esta inevitable
partida. En el Fedón, Sócrates le
dice a Simmias: “los que de verdad
filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos
individuos mínimamente temible”. Cicerón también aseveraba, de manera
similar, que filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte.
En
este sentido, muchas filosofías, tanto orientales como occidentales, sustentaron
sus principios en estos conceptos y sus seguidores llevaron una vida cónsona
con dichos pensamientos. De manera similar a Sócrates, Buda les decía a sus
discípulos: “Incluso la muerte no debe
ser temida por alguien que ha vivido sabiamente”. En el Sutta
Satipatthana, cuando Buda se refiere a las nueve contemplaciones del
cementerio, les aclara a sus discípulos: “Asimismo, monjes, cuando un monje
ve un cuerpo que lleva un día muerto, o dos días muerto, o tres días muerto,
hinchado, amoratado y putrefacto, tirado en el osario, aplica esta percepción a
su propio cuerpo de esta manera: “Es verdad que este cuerpo mío tiene también
la misma naturaleza, se volverá igual y no escapará a ello.” De esta forma,
Buda continúa invitando a los monjes a que prosigan su contemplación con
diferentes cuerpos en descomposición en el cementerio, unos devorados por
cuervos, buitres, perros y chacales, otros por gusanos e insectos, hasta que se
convierten en esqueletos. Y así los conduce hacia el contacto con una cruda
realidad que, tarde o temprano, tendrá que pasarle a su cuerpo.
Varias
escuelas griegas vivieron con la conciencia de una vida finita, pero en
especial resalta el estilo de vida de los estoicos que, dentro de sus
prácticas, tenían el llamado “Memento
mori”, que es una expresión latina que significa: “recuerda que morirás”.
En este sentido, los estoicos vivían con el convencimiento de que podían morir
en cualquier instante, y por eso había que aprovechar la vida en momentos
sustanciosos que ayudaran a la sociedad o que les hiciera crecer internamente y
conseguir la autarquía, ese gobierno de sí mismo, o el nivel de conciencia que
alcanzaba el sabio y que se bastaba a sí mismo para ser feliz.
Epicteto,
uno de los máximos representantes del estoicismo, junto a Séneca y Marco
Aurelio, llegó a decir: “¿Cómo te
gustaría que te sorprendiese la muerte? En lo que a mí respecta, yo quisiera
que me sorprendiese ocupado en algo grande y generoso, en algo digno de un
hombre y útil a los demás; no me importaría tampoco que me sorprendiese ocupado
en corregirme y atento a mis deberes, con el objeto de poder levantar hacia el
cielo mis manos puras y decir a los dioses: “He procurado no deshonraros ni
descuidar aquellas facultades que me disteis para que pudiera conoceros y
serviros. Este es el uso que he hecho de mis sentidos y de mi inteligencia”.
El Memento mori conlleva a buscar una
actitud que nos impulse a tener ganas de vivir intensamente, a vivir en el
presente y a aprovechar a fondo nuestro tiempo, a entender que el Titán Cronos
nos devora desde el momento en que nacemos y que por esto debemos sentir la
vida como un regalo o una bendición. En otras palabras, nos lleva a entender la
expresión latina Carpe Diem, Tempus Fugit,
que significa “aprovecha el día, el tiempo vuela” o pudiéramos decir que el
tiempo huye y desaparece. Y es que los días vividos fueron momentos que
quedaron en nuestros recuerdos pero que no regresarán.
Recordar que somos
mortales nos da una perspectiva más realista de nuestra existencia, y nos ayuda
a percibir la importancia real que tienen las cosas y situaciones que nos
rodean. Las preocupaciones superficiales pasan a un segundo plano, dejan de
afectarnos como antes y damos más importancia a materializar los sueños más
profundos y a tratar de convertirnos en personas virtuosas.
Otro personaje
importante dentro de la filosofía griega que no podemos dejar de mencionar es a
Epicuro, para quien la aceptación muerte era muy importante, ya que la percibía
como parte de un proceso normal de la vida y decía que no le temiéramos porque
mientras estemos vivos ella no está, y cuando ella llegue ya nosotros no
estaremos.
En una oportunidad
le escribió una carta a su discípulo Idomeneo de Lampsaco que comenzaba
diciendo: “En este día feliz de mi vida,
en que estoy en trance de morir, te escribo estas palabras…” Toda una
muestra de poseer una elevada conciencia sobre el concepto de la muerte y la
temporalidad.
En el pensamiento
contemporáneo de ciertas religiones y filosofías orientales encontramos, de
manera similar a estas corrientes de pensamiento griego, a personas
preparándose para tomar con sabiduría la inevitable transición de la muerte. En
su libro Enseñanzas para morir en paz
Ramiro Calle nos cuenta una interesante experiencia: “Hace años hallé en Nepal a un viejecillo que, al atardecer, pedía unas
rupias para comprar madera destinada a su propia incineración. Estaba
asombrosamente tranquilo, sin perder su tenue sonrisa. Murió aquella noche y vi
cómo incineraban su cuerpo al día siguiente. Puedo asegurar que ese hombre no
sentía el menor temor a la muerte”.
Así mismo, nos
relata Soyal Rimpoché, en El libro
tibetano de la vida y de la muerte, que en los años de ocupación forzada
del Tibet por la China comunista, se había enviado a detener a muchos maestros,
monjes y monjas, con el fin de quebrantar la voluntad del pueblo y someterlo.
Bajo esta finalidad, se envió a un grupo de soldados a detener y torturar a un
viejo y respetado abad de la provincia de Kham, que había pasado muchos años en
retiro espiritual en las montañas. El maestro era anciano y ya no podía caminar
largos trechos, así que le consiguieron un malogrado caballo para llevarlo. Por
el camino, el viejo abad comenzó a entonar canciones llenas de sentimiento, que
los chinos no entendían, poco antes de llegar al campamento dejó de cantar y
cerró sus ojos. Tal vez habían pensado que se había dormido, pero cuando
intentaron despertarlo, se dieron cuenta que había muerto. Él había dejado su
cuerpo de manera voluntaria y silenciosa.
Además
de la Filosofía, la muerte ha servido de inspiración para la poesía, la
literatura, el arte, el teatro y ciertas áreas del saber cómo la Psicología, la
Psiquiatría, la Física y la Teología.
Cabe
subrayar, el aporte tan significativo que han hecho muchos médicos e
investigadores en los estudios de muerte reversible o experiencias cercanas a
la muerte (ECM), que empezaron a sonar en 1975 con aquel famoso libro titulado Vida después de la vida, escrito por el
doctor Raymond Moody. Aunque ya para el año 1969 se había revolucionado el mundo
de los cuidados a enfermos terminales con el famoso libro de doctora Elizabeth
Kübler-Ross: Sobre la muerte y los
moribundos, en el que se establece el modelo Kübler-Ross, que pasará a la
posteridad como las cinco etapas del duelo (negación, ira, negociación,
depresión y aceptación). Estos dos pioneros iniciaron los estudios de los
relatos que contaban los que se estaban despidiendo de este mundo y los que
fallecían clínicamente, pero lograban regresar. A parte de describir las
experiencias de estos pacientes, resaltaban los cambios de conducta que
experimentaban al estar en contacto con este inevitable final, ya que comenzaba
a ver la vida como una transición y aprovechaban al máximo los momentos que
experimentaban, manifestaban aumento de la confianza en sí
mismo y en el sentido de propósito en la vida, se reducía el temor a la muerte,
incrementaban su espiritualidad, la compasión por otros y el aprecio por la
vida, y a la vez mostraban poco interés por las posesiones materiales.
Muchos
otros investigadores prosiguieron con dichos estudios y siguieron generando
interesantes aportes sobre el tema, como es el caso de Pim vam Lommel, Bruce
Greyson, Eben Alexander, Sam Parnia, Knneth Ring y Peter Fenwick, solo por
mencionar algunos.
Es
importante señalar que años atrás, las personas fallecían en casa, junto a
su familia, en presencia de los niños, amigos y vecinos. El acto de morir era,
por tanto, un hecho asumido desde la infancia. Desde niño, se percibía el dolor
que producía la muerte de seres queridos y
la forma en que cada uno se preparaba para morir y afrontar la última despedida. Este tipo de vivencias acercaba más a las
personas al pensamiento de la muerte. Por otro lado, el tiempo de vida era más
corto; y debido a esto nos encontramos en la historia con personas muy jóvenes,
según nuestro concepto actual, que ya habían caminado un largo trecho de
realización personal, que habían rellenado los espacios de su vida con una
buena cantidad de contenido sustancioso. Porque una cosa es la cantidad de
tiempo que podamos vivir y otra la calidad de tiempo vivido. Ya lo aclaró
Séneca en su oportunidad, cuando dijo: “No
hay motivo para pensar que cualquiera que haya vivido largo tiempo, porque le
salieran las canas o porque lo veamos con la cara arrugada; este no vivió largo
tiempo, sino que estuvo largo tiempo en la Tierra”. Y esto es importante en
la actualidad porque, a sabiendas de que la medicina ha alargado nuestro tiempo
en este mundo, muchos ocultan el pensamiento la mortalidad y postergan sueños y
proyectos para después, un después que tal vez nunca llegue.
Steve
Jobs, en su famoso discurso de graduación para los graduados de Standford,
dijo: “La muerte es el destino que todos
compartimos. Nadie se le ha escapado nunca. Y así es como debe ser, porque la
muerte es muy probablemente el mejor invento de la vida”.
Lamentablemente,
una mayor parte de la sociedad actual no está diseñada para familiarizarnos más
a fondo con el concepto de la muerte sino para evadirlo, es una actitud de
rechazo y ocultación. Una visión que debería estudiarse más en las escuelas y
Universidades, pero el tecnicismo social, el afán de la producción
mercantilista y la acumulación de bienes materiales se impone. Los gobiernos
invierten millones de dólares en entrenar a ejércitos para que maten y
destruyan a otras personas, en la compra o fabricación de armas de guerra,
proyectiles, bombas, aviones, barcos y submarinos, cuando saben que existen
millones de personas que pasan hambre, se enferman, carecen de una educación
básica o viven en situaciones de miseria. Además, invierten poco o nada en
enseñar sobre la finitud de la vida y en tomar conciencia sobre la importancia
que posee cada ser humano en este mundo y en el aporte que este puede dar en su
tiempo histórico.
Tal
vez esto suene muy utópico o romántico, pero esas mismas escuelas deberían
enseñar y profundizar en el concepto de la otredad, el amor y la compasión al
prójimo, no como un acto religioso, sino como uno virtuoso que vaya aplacando
la avaricia y el egoísmo que habita en nuestros corazones, además de tantos
otros vicios que tiñen de negro este mundo. Pero en una sociedad que rinde
culto al cuerpo, al hedonismo y a la vida material, es inevitable que pensemos
que debemos vencer la batalla contra la vejez y la muerte para vivir una eterna
juventud. Por eso queremos apartar la visión de la muerte de nuestra
existencia, lo cual se convierte en una utopía que, a la larga, nos conlleva
hacia una vida superficial, adormecida y sin sentido.
La
muerte se ha convertido en un acto sanitario, controlado por los hospitales,
cementerios y por las funerarias donde el cuerpo es maquillado y preparado en
un ataúd, para luego ser enterrado o cremado y así romper lo más pronto posible
con ese duro recuerdo. En otras palabras, un acto frío y comercial. Si se
tomara conciencia de que todos envejeceremos y, en consecuencia, moriremos, se
convertiría una política de Estado construir modernos y confortables asilos
para ancianos y geriátricos gratuitos, para todas los que deseen retirarse a
esperar su travesía final en este mundo. En estos lugares debería reinar la
alegría, la paz y la reflexión, además de la orientación necesaria para evitar
cualquier tipo de angustia y esperar con calma la última expiración.
En
estos días de pandemia mundial hemos palpado la muerte muy de cerca, y hemos
sentido el temor de contagiarnos de este peligroso virus, o de haber padecido
esta enfermedad y creer que no podríamos superarlo. Por algo se le ha llamado
el virus de la conciencia, porque nos invita a pensar sobre la fragilidad de la
vida, además de enseñarnos a valorar otros aspectos importantes como la
relación con los miembros de nuestras familias que, en la cotidianidad,
terminamos por desvalorarlos. Otro aspecto que muchas veces pasamos por alto es
la importancia del rescate del medio ambiente, que se ha venido deteriorando
como consecuencia de la contaminación ambiental. Parece que olvidamos que esta
pequeña esfera azul que viaja por el Universo, es nuestro hogar, y que por
tanto estamos obligados a mantenerla y mejorar sus condiciones, tanto para
nosotros como para las generaciones venideras.
Es
importante recordar que hoy puede ser la última vez que vayamos a la cama y en
la mañana, al levantarnos, recordar que puede ser la última vez que lo hagamos.
En este sentido, vale la pena realizarnos esta interrogante: ¿Cómo viviríamos
si fuera hoy el último día?
Vencer
a la muerte es una utopía, unos se van jóvenes y otros más viejos, pero, en
definitiva, a todos nos toca partir. Por eso el tener a la muerte como una aliada
en la vida, tal vez como una amiga que nos recuerde contantemente que estamos
de visita en este mundo, puede convertirse en una gran oportunidad para vivir.
Esta conciencia nos llevará a ser menos apegados a las cosas materiales, a ser
más humildes y menos arrogantes porque entendemos nuestra fragilidad, a
examinar nuestro comportamiento y corregir los errores, a revisar
constantemente la vida que llevamos y preguntarnos si en realidad estamos
luchando por nuestros sueños, si hemos perdonado a quien deberíamos perdonar, a
hacer aquello que nos llena y a dejar de perder el tiempo en cosas triviales o
a estar sumergidos en la sempiterna rutina de la cotidianidad que nos conduce
al adormecimiento, y termina por convertirnos en esclavos de una sociedad que
se especializa en fabricar nuestros deseos y hacernos olvidar que estamos de paso
por este mundo. A no dejar pasar los días como si fuéramos a vivir para siempre
y a no posponer para un futuro incierto lo que para nosotros es importante
ahora, y después arrepentirnos de no haberlo hecho, en otras palabras, si
estamos cumpliendo con la frase de Gandhi que nos invita a vivir como si
fuéramos a morir mañana y a aprender como si fuéramos a vivir para siempre.
La
vida es una corta y frágil travesía, en la cual estamos de paso, y apenas
comenzamos a comprender su rápido trayecto empezamos a despedirnos. En ese
camino se presentan muchas adversidades. Es una cuesta de supervivencia, con
jardines y acantilados, un claroscuro donde debemos aplicar nuestras mayores habilidades
para sobrevivir, donde debemos comprometernos con nuestro momento histórico y
trabajar en hacernos mejores personas. Quisiera dejar como corolario del
presente ensayo una frase que escribí hace algunos años y que encierra la
esencia de estas ideas: “Nombra a la
muerte tu fiel compañera y te recordará lo grande que debes ser”.
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