Frases

¿Cómo te gustaría que te sorprendiese la muerte? En lo que a mí respecta, yo quisiera que me sorprendiese ocupado en algo grande y generoso, en algo digno de un hombre y útil a los demás; no me importaría tampoco que me sorprendiese ocupado en corregirme y atento a mis deberes, con el objeto de poder levantar hacia el cielo mis manos puras y decir a los dioses: “He procurado no deshonraros ni descuidar aquellas facultades que me disteis para que pudiera conoceros y serviros. Éste es el uso que he hecho de mis sentidos y de mi inteligencia […]

Epicteto

lunes, 19 de mayo de 2014

No desprecies la muerte



No desprecies la muerte, tómala como algo propio de este ser que la naturaleza quiere así: como ser joven, envejecer, crecer, llegar a la edad madura, o que le salgan a uno dientes, barba o canas, engendrar, quedar embarazada, dar a luz y todas las demás acciones naturales que comportan las edades de la vida: así también disolverse. Esto es lo propio del hombre inmerso en la razón: no mostrar superficialidad, cólera ni desdén, sino esperarla como una de las acciones naturales. Igual que ahora esperas el día en que la criatura salga del vientre de tu esposa, así has de aguardar la hora en que tu alma salga fuera de este envoltorio tuyo. Si deseas una norma puntual que apacigüe tu corazón, te dará una mejor disposición ante la muerte atender a las cosas que tienes frente a ti: de las cuales te separarás, con qué gente ya no tendrá que mezclarse tu alma. No te opongas a ellos, sé cuidadoso y afable; recuerda que la separación será con personas que no tienen tus mismas creencias. Quizá esto podría ser lo único que te arrastrara y te mantuviera en la vida: convivir con personas que se hubieran procurado las mismas ideas que tú. Sin embargo, con lo que te encuentras ahora es con la fatiga de una vida común en desacuerdo, como para decir: «Rápido, muerte, ven, no sea que me olvide de mí mismo».


Fuente: Extracto del libro: A sí mismo (Libro IX-3), de Marco Aurelio.

martes, 6 de mayo de 2014

Algunos tropiezos en la vida



Cuando tropieces con un sinvergüenza, pregúntate al momento: «¿Es posible que no haya sinvergüenzas en el mundo?». No es posible. Entonces no pidas lo imposible. Este es uno de aquellos sinvergüenzas que tienen que haber en el mundo. Ten a mano este mismo pensamiento para el malvado, el desleal y todo aquel que obre mal. Si recuerdas que es imposible que no haya esta clase de hombres, serás más benévolo con cada uno de ellos. Es útil también considerar qué virtud ha dado la naturaleza al hombre en relación con ese mal comportamiento. Pues dio como antídoto para el cruel la amabilidad, y para cada uno de ellos una cualidad diferente. Además, te es posible enseñar al que se ha extraviado, pues todo aquel que obra mal se aparta de lo fijado y se extravía. ¿En qué te ha hecho daño? Encontrarás que ninguno de aquellos con los que te irritas ha hecho nada que vaya a provocar que tu inteligencia se haga peor, y es en esto en donde radica todo el mal y el daño que se te hace. ¿Te resulta malo o extraño que un ignorante haga lo propio de un ignorante? Mira bien, porque quizá seas tú el que necesite reproche por no esperar que aquel fuera a obrar mal en eso. Pues tú sí tenías los recursos de la razón suficientes para pensar que era posible que él fuera a obrar mal en eso, pero te olvidaste de ellos, y ahora te asombras de su mala acción.
Pero, por encima de todo, cuando censures a un desleal o a un desagradecido, vuelve tus pensamientos a ti mismo. Pues es evidente que el error es tuyo, bien por haber depositado tu confianza en un hombre que tenía una disposición así te iba a dar pruebas de confianza, bien porque al hacer tú el favor no lo hiciste desinteresadamente, ni de tal modo que en el propio acto de hacerlo radicara todo el fruto de la acción.
¿Qué pretendes al hacer el bien a alguien? No te basta con esto, con obrar conforme a tu propia naturaleza. ¿Quieres cobrar por ello? Es como si tu ojo te pidiera una recompensa por ver, o tus pies por andar. Pues al igual que estos han sido generados para esa tarea, y precisamente al actuar conforme a su constitución hacen lo propio, así también el ser humano que es por naturaleza benefactor, cuando actúa de modo benefactor o ayuda en una acción beneficiosa, actúa conforme a su constitución y tiene lo que le es propio.  

Fuente: Extracto del libro: A sí mismo (Libro IX-42), de Marco Aurelio.

 Marco Aurelio Antonino Augusto. Fue Emperador y filósofo romano, apodado el Sabio (26 de abril de 121 – 17 de marzo de 180). Su estilo, influido sin duda por los maestros estoicos, carece, sin embargo, de la dureza dogmática de Epicteto, de quien adoptó el elogio de la libertad humana, o del tono docto y académico de Séneca. Por el contrario, sus textos denotan un tono muy personal, ya que parten de una reflexión íntima y crítica, y acusan una tendencia a transformar la doctrina en un constante examen de conciencia.

sábado, 3 de mayo de 2014

El paseante y su sombra




El año 1879 representa para Nietzsche (1844-1900) un período de retraimiento en sí mismo. Tiene treinta y cinco años y ha aceptado su destino en solitario. En Saint Moritz busca el aire limpio de las altas montañas y los más tranquilos y apartados senderos del bosque para poder deambular a gusto. En su intensa soledad, su propia sombra se erige en interlocutora de sus pensamientos y parece indicarle que para conocerse hay que desdoblarse. De esta manera el filósofo entra en estrecha comunión consigo mismo, con su sombra y con su naturaleza…
La sombra: Hace tanto que no te oía hablar que me gustaría darte ocasión.
El paseante: ¡Habla…!, ¿y dónde? ¿Y quién? Se me hace como si me oyera hablar yo, sólo que con una voz aún más débil que la mía.
La sombra (tras una pausa): ¿No te alegra tener ocasión de hablar?
El paseante: Por Dios y por todo aquello en lo que no creo, ¡mi sombra habla!; lo oigo y no lo creo.
La sombra: Aceptémoslo, y no le demos más vueltas; en una hora se habrá acabado todo.
El paseante: Justo lo que pensé cuando una vez vi en un bosque, cerca de Pisa, primero dos camellos, y más tarde, cinco.
La sombra: Está bien que los dos seamos igualmente precavidos ante nosotros mismos cuando nuestra razón se queda parada; así tampoco nos enfadamos en las conversaciones, ni le apretamos al otro las clavijas en caso de que sus palabras no suenen incomprensibles. Precisamente, cuando uno no sabe qué contestar, basta con decir algo: ésa es la justa condición que pongo para conversar con alguien. En una conversación larga, aun el más sabio se vuelve majadero de una vez o dos, y tres, un pánfilo.
El paseante: Tu suficiencia no es muy halagüeña para aquel a quien se la declaras.
La sombra: ¿Es que tengo que halagar?
El paseante: Yo pensaba que la sombra humana es su vanidad; pero ésta nunca preguntaría si tiene que halagar.
La sombra: Hasta donde la conozco, la vanidad humana tampoco preguntaría por doces veces, como he hecho yo, si tiene permiso para hablar: habla siempre.
El paseante: Ahora caigo en lo grosero que estoy siendo contigo, querida sombra: aún no he dicho ni una palabra de lo mucho que me alegra oírte, y no sólo verte. Sabrás que amo las sombras  como amo la luz. Para que haya belleza en la mirada, claridad en el hablar, bondad y firmeza en el carácter, la sombra es tan necesaria como la luz. No son rivales: antes bien se tienen amorosas de la mano, y si la luz se esfuma, la sombra se escabulle tras ella.
La sombra: Y yo odio lo mismo que tú, la noche; amo a los hombres porque son primicias de luz, y me alegra el fulgor de sus ojos cuando descubren y conocen, incansables descubridores, incansables conocedores. Esa sombra que todas las cosas muestran al caer sobre ellas el sol del conocimiento, ésa también soy yo.
El paseante: Creo que te entiendo, aunque te veo un poco oscura al expresarte. Pero tienes razón en lo que decías: los buenos amigos se cruzan por aquí o allá, como signos de inteligencia, algunas palabras oscuras que han de serle enigma a cualquier otro. Y nosotros somos buenos amigos. ¡Así que basta de preámbulos! Se agolpan en mi mente un par de cientos de preguntas, y acaso el tiempo en que puedas responder sea corto. Veamos en qué nos ponemos de acuerdo amigablemente con la mayor rapidez.
La sombra: Pero la sombras son más medrosas que los hombres ¡no le has de contar a nadie cómo hemos estado conversando!
El paseante: ¿Cómo hemos conversado? ¡Libremente el cielo de hilar largos diálogos por escrito! Si a Platón le hubiera gustado menos hilarlos, habría gustado más a sus lectores. Una conversación que en realidad hace olvidarse de todo resulta, mudada en escrito y leída, una pintura con una perspectiva lisa y llanamente falsa: donde todo es demasiado corto o demasiado largo. Aun así… ¿no podría quizás contar en qué hemos coincidido?  
La sombra: Con eso me doy por contenta; pues todos reconocerán tus puntos de vista, nada más: de la sombra no se acordará nadie.
El paseante:¡Igual te equivocas, amiga mía! Hasta ahora, en mis puntos de vista han percibido a la sombra más que a mí.
La sombra: ¿Más la sombra que la luz? ¿Será posible?
El paseante: ¡Seriedad, mi querida loca! Que mi primera cuestión ya la exige.


Fuente:
Friedrich Nietzsche
El paseante y su sombra.

viernes, 2 de mayo de 2014

Facciones del amor



Hablemos del amor, pero comencemos por no hablar de «amores». «Los amores» son historias más o menos accidentadas que aconteces entre hombre y mujeres. En ellas intervienen factores innumerables que complican y enmarañan su proceso hasta el punto que, en la mayor parte de los casos, hay en los «amores» de todo menos eso que en rigor merece llamarse amor. Es de gran interés un análisis psicológico de los «amores» con su pintoresca casuística; pero mal podríamos entendernos si antes no averiguamos lo que es propia y puramente el amor. Además, fuera empequeñecer el tema reducir el estudio del amor al que sienten, unos por otros, hombre y mujeres. El tema es mucho más vasto, y Dante creía que el amor mueve el sol y las otras estrellas.
Sin llegar a esta ampliación astronómica del erotismo, conviene que atendamos el fenómeno del amor en toda su generalidad. No sólo ama el hombre a la mujer y la mujer al hombre, sino que amamos el arte o la ciencia, ama la madre al hijo y el hombre religioso ama a Dios. La ingente variedad y distancia entre esos objetos donde el amor se inserta nos hará cautos para no considerar como esenciales  al amor atributos y condiciones que más bien proceden de los diversos objetos que pueden ser amados    


Fuente: Estudios sobre el amor
              José Ortega y Gasset