El año
1879 representa para Nietzsche (1844-1900) un período de retraimiento en sí
mismo. Tiene treinta y cinco años y ha aceptado su destino en solitario. En
Saint Moritz busca el aire limpio de las altas montañas y los más tranquilos y
apartados senderos del bosque para poder deambular a gusto. En su intensa
soledad, su propia sombra se erige en interlocutora de sus pensamientos y
parece indicarle que para conocerse hay que desdoblarse. De esta manera el
filósofo entra en estrecha comunión consigo mismo, con su sombra y con su
naturaleza…
La sombra: Hace tanto que
no te oía hablar que me gustaría darte ocasión.
El paseante: ¡Habla…!, ¿y dónde?
¿Y quién? Se me hace como si me oyera hablar yo, sólo que con una voz aún más
débil que la mía.
La sombra (tras una pausa): ¿No te
alegra tener ocasión de hablar?
El paseante: Por Dios y por
todo aquello en lo que no creo, ¡mi sombra habla!; lo oigo y no lo creo.
La sombra: Aceptémoslo, y
no le demos más vueltas; en una hora se habrá acabado todo.
El paseante: Justo lo que
pensé cuando una vez vi en un bosque, cerca de Pisa, primero dos camellos, y
más tarde, cinco.
La sombra: Está bien que
los dos seamos igualmente precavidos ante nosotros mismos cuando nuestra razón
se queda parada; así tampoco nos enfadamos en las conversaciones, ni le
apretamos al otro las clavijas en caso de que sus palabras no suenen incomprensibles.
Precisamente, cuando uno no sabe qué contestar, basta con decir algo: ésa es la
justa condición que pongo para conversar con alguien. En una conversación
larga, aun el más sabio se vuelve majadero de una vez o dos, y tres, un
pánfilo.
El paseante: Tu suficiencia
no es muy halagüeña para aquel a quien se la declaras.
La sombra: ¿Es que tengo
que halagar?
El paseante: Yo pensaba que
la sombra humana es su vanidad; pero ésta nunca preguntaría si tiene que
halagar.
La sombra: Hasta donde la
conozco, la vanidad humana tampoco preguntaría por doces veces, como he hecho
yo, si tiene permiso para hablar: habla siempre.
El paseante: Ahora caigo en
lo grosero que estoy siendo contigo, querida sombra: aún no he dicho ni una
palabra de lo mucho que me alegra oírte,
y no sólo verte. Sabrás que amo las sombras como amo la luz. Para que haya belleza en la
mirada, claridad en el hablar, bondad y firmeza en el carácter, la sombra es
tan necesaria como la luz. No son rivales: antes bien se tienen amorosas de la
mano, y si la luz se esfuma, la sombra se escabulle tras ella.
La sombra: Y yo odio lo
mismo que tú, la noche; amo a los hombres porque son primicias de luz, y me
alegra el fulgor de sus ojos cuando descubren y conocen, incansables
descubridores, incansables conocedores. Esa sombra que todas las cosas muestran
al caer sobre ellas el sol del conocimiento, ésa también soy yo.
El paseante: Creo que te entiendo,
aunque te veo un poco oscura al expresarte. Pero tienes razón en lo que decías:
los buenos amigos se cruzan por aquí o allá, como signos de inteligencia, algunas
palabras oscuras que han de serle enigma a cualquier otro. Y nosotros somos
buenos amigos. ¡Así que basta de preámbulos! Se agolpan en mi mente un par de
cientos de preguntas, y acaso el tiempo en que puedas responder sea corto. Veamos
en qué nos ponemos de acuerdo amigablemente con la mayor rapidez.
La sombra: Pero la
sombras son más medrosas que los hombres ¡no le has de contar a nadie cómo
hemos estado conversando!
El paseante: ¿Cómo hemos conversado? ¡Libremente el
cielo de hilar largos diálogos por escrito! Si a Platón le hubiera gustado
menos hilarlos, habría gustado más a sus lectores. Una conversación que en
realidad hace olvidarse de todo resulta, mudada en escrito y leída, una pintura
con una perspectiva lisa y llanamente falsa: donde todo es demasiado corto o
demasiado largo. Aun así… ¿no podría quizás contar en qué hemos coincidido?
La sombra: Con eso me doy
por contenta; pues todos reconocerán tus puntos de vista, nada más: de la sombra
no se acordará nadie.
El paseante:¡Igual te equivocas,
amiga mía! Hasta ahora, en mis puntos de vista han percibido a la sombra más
que a mí.
La sombra: ¿Más la sombra
que la luz? ¿Será posible?
El paseante: ¡Seriedad, mi
querida loca! Que mi primera cuestión ya la exige.
Fuente:
Friedrich
Nietzsche
El paseante
y su sombra.