El filósofo y la muerte
Extracto del Fedón de Platón
—[…]¿Te
parece a ti que es propio de un filósofo andar dedicado a los que llaman
placeres, tales como los propios de comidas y de bebidas?
—En
absoluto, Sócrates —dijo Simmias.
—¿Qué en
los placeres del sexo?
—En
ningún modo.
—¿Y qué
hay al respecto de los demás cuidados del cuerpo? ¿Te parece que tal persona
los considera importantes? Por ejemplo, la adquisición de mantos y calzados
elegantes, y los demás embellecimientos del cuerpo, ¿te parece que los tiene en
estima, o los desprecia, en la medida en que no tiene una gran necesidad de
ocuparse de ellos?
—A mi me
parece que los desprecia —dijo— por lo menos el que de verdad es filósofo.
—Por lo
tanto, ¿ no te parece que, por entero —dijo—, la ocupación de
tal individuo no se centra en el cuerpo, sino que, en cuanto puede, está
apartado de éste, y, en cambio, está vuelto hacia el alma?
—A mí
sí.
—Es que
no está claro, desde un principio, que el filósofo libera su alma al máximo de
la vinculación con el cuerpo, muy a diferencia de los demás hombres?
—Está
claro.
—Y, por
cierto, qué les parece, Simmias, a los demás hombres de quien no halla placer
en tales cosas ni participa de ellas no tiene un vivir digno, sino que se
empeña en algo próximo al estar muerto el que nada se cuida de los placeres que
están unidos al cuerpo.
—Muy de
verdad lo que dices, desde luego.
—¿Y qué
hay respecto de la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es el cuerpo un
impedimento o no, si uno lo toma en la investigación como compañero? Quiero
decir, por ejemplo, lo siguiente: ¿acaso garantizan alguna verdad la vista y el
oído a los humanos, o sucede lo que incluso los poetas nos repiten de continuo,
que no oímos nada preciso ni lo vemos? Aunque, si estos sentidos del cuerpo no
son exactos ni claros, mal lo serán los otros. Pues todos son inferiores a
ésos. ¿O no te lo parecen a ti?
—Desde
luego —dijo.
—¿Cuándo,
entonces —dijo él—, el alma aprehende la verdad? Porque cuando intenta examinar
algo en compañía del cuerpo, está claro que entonces es engañada por él.
—Dices
verdad.
—¿No es,
pues, al reflexionar, más que en ningún otro momento, cuando se le hace
evidente algo de lo real?
—Sí.
—Y
reflexiona, sin duda, de manera óptima, cuando no la perturba ninguna de esas
cosas, ni el oído, ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que ella se
encuentra al máximo en sí misma, mandando de paseo al cuerpo, y, sin
comunicarse ni adherirse a él, tiende hacia lo existente.
—Así es.
—Por lo
tanto, ¿también ahí el alma del filósofo desprecia al máximo el cuerpo y escapa
de éste, y busca estar a solas en sí ella misma?
—Es
evidente.
—¿Qué
hay ahora respecto de lo siguiente, Simmias? ¿Afirmamos que existe algo justo
en sí o nada?
—Lo
afirmamos, desde luego, ¡por Zeus!
—¿Y, a
su vez, algo bello y bueno?
—¿Cómo
no?
—¿Es que
ya has visto alguna de tales cosas con tus ojos nunca?
—De
ninguna manera —dijo él.
—¿Pero
acaso los has percibido con algún otro de los sentidos del cuerpo? Me refiero a
todo eso, como el tamaño, la salud, la fuerza, y, en una palabra, a la realidad
de todas las cosas, de lo que cada una es. ¿Acaso se contempla por medio del
cuerpo lo más verdadero de éstas, o sucede del modo siguiente: que el que de
nosotros se prepara a pensar mejor y más exactamente cada cosa en sí de las que
examina, éste llegaría lo más cerca posible del conocer cada una?
—Así es,
en efecto.
—Entonces,
¿lo hará del modo más puro quien en rigor máximo vaya con su pensamiento solo
hacia cada cosa, sin servirse de ninguna visión al reflexionar, ni arrastrando
ninguna otra percepción de los sentidos en su razonamiento, sino que, usando
sólo de la inteligencia pura por sí misma, intente atrapar cada objeto real
puro, prescindiendo todo lo posible de los ojos, los oídos y, en una palabra,
del cuerpo entero, porque le confunde y no le deja al alma adquirir la verdad y
el saber cuando se le asocia? ¿No es ése, Simmias, más que ningún otro, el que
alcanzará lo real?
—¡Cuán
extraordinariamente cierto -dijo Simmias- es lo que dices, Sócrates!
—Por
consiguiente es forzoso -dijo- que de todo eso se les produzca a los
auténticamente filósofos una opinión tal, que se digan entre sí unas palabras
de este estilo, poco más o menos: «Puede ser que alguna senda nos conduzca
hasta el fin, junto con el razonamiento, en nuestra investigación, en cuanto a
que, en tanto tengamos el cuerpo y nuestra alma esté contaminada por la ruindad
de éste, jamás conseguiremos suficientemente aquello que deseamos. Afirmamos
desear lo que es verdad.
Pues el
cuerpo nos procura mil preocupaciones por la alimentación necesaria; y, además,
si nos afligen algunas enfermedades, nos impide la caza de la verdad. Nos colma
de amores y deseos, de miedos y de fantasmas de todo tipo, y de una enorme
trivialidad, de modo que ¡cuán verdadero es el dicho de que en realidad con él
no nos es posible meditar nunca nada! Porque, en efecto, guerras, revueltas y
batallas ningún otro las origina sino el cuerpo y los deseos de éste. Pues a
causa de la adquisición de riquezas se originan todas la guerras, y nos vemos
forzados a adquirirlas por el cuerpo, siendo esclavos de sus cuidados. Por eso
no tenemos tiempo libre para la filosofía, con todas esas cosas suyas. Pero el
colmo de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de sus cuidados y nos
dedicamos a observar algo, inmiscuyéndose de nuevo en nuestras investigaciones
nos causa alboroto y confusión, y nos perturba de tal modo que por él no somos
capaces de contemplar la verdad.
»Conque,
en realidad, tenemos demostrado que, si alguna vez vamos a saber algo limpiamente,
hay que separarse de él y hay que observar los objetos reales en sí con el alma
por sí misma. Y entonces, según parece, obtendremos lo que deseamos y de lo que
decimos que somos amantes, la sabiduría, una vez que hayamos muerto, según
indica nuestro razonamiento, pero no mientras vivimos. Pues si no es posible
por medio del cuerpo conocer nada limpiamente, una de dos: o no es posible
adquirir nunca el saber, o sólo muertos. Porque entonces el alma estará consigo
misma separada del cuerpo, pero antes no. Y mientras vivimos, como ahora, según
parece, estaremos más cerca del saber en la medida en que no tratemos ni nos
asociemos con el cuerpo, a no ser en la estricta necesidad, y no nos
contaminemos de la naturaleza suya, sino que nos purifiquemos de él, hasta que
la divinidad misma nos libere. Y así, cuando nos desprendamos de la insensatez
del cuerpo, según lo probable estaremos en compañía de lo semejante y
conoceremos por nosotros mismos todo lo puro, que eso es seguramente lo
verdadero. Pues al que no esté puro me temo que no le es lícito captar lo
puro.» Creo que algo semejante, Simmias, es necesario que se digan unos a otros
y que mantengan tal creencia los que rectamente aman el saber. ¿No te lo parece
así?
—Del
todo, Sócrates.
—Por lo
tanto —dijo Sócrates—, si eso es verdad, compañero, hay una gran esperanza,
para quien llega adonde yo me encamino, de que allí de manera suficiente, más
que en ningún otro lugar adquirirá eso que nos ha procurado la mayor
preocupación en la vida pasada. Así que el viaje que ahora me han ordenado
hacer se presenta con una buena esperanza, como para cualquier otro hombre que
considere que tiene preparada su inteligencia, como purificada.
—Muy
bien —dijo Simmias.
—¿Pero
es que no viene a ser una purificación eso, lo que desde antiguo se dice en la
sentencia «el separar al máximo el alma del cuerpo» y el acostumbrarse ella a
recogerse y concentrarse en sí misma fuera del cuerpo, y a habitar en lo
posible, tanto en el tiempo presente como en el futuro, sola en sí misma, liberada
del cuerpo como de unas cadenas?
—Desde
luego.
—¿Por
tanto, eso es lo que se llama muerte, la separación y liberación del alma del
cuerpo?
—Completamente
-dijo él
—Y
en liberarla, como decimos, se esfuerzan continuamente y ante todo, los
filósofos de verdad, y ese empeño es característico de los filósofos, la
liberación y la separación del alma del cuerpo. ¿O no?
—Parece
que sí.
—Por lo
tanto, lo que decíamos en un comienzo: sería ridículo un hombre que se
dispusiera a sí mismo durante su vida a estar lo más cerca posible del estar
muerto y a vivir de tal suerte, y que luego, al llegarle la muerte, se irritara
de ello.
—Ridículo.
¿Cómo no?
—En
realidad, por tanto —dijo—, los que de verdad filosofan,
Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos
mínimamente temible. Obsérvalo a partir de lo siguiente. Si
están, pues, enemistados por completo con el cuerpo, y desean tener a su alma
sola en sí misma, cuando eso se les presenta, ¿no sería una enorme incoherencia
que no marcharan gozosos hacia allí adonde tienen esperanza de alcanzar lo que
durante su vida desearon amantemente, pues amaban el saber, y de verse apartados de aquello con lo que
convivían y estaban enemistados? Cierto que, al morir sus seres amados, o sus
esposas, o sus hijos, muchos por propia decisión quisieron marchar al Hades,
guiados por la esperanza de ver y convivir allá con los que añoraban. ¿Y, en
cambio, cualquiera que ame de verdad la sabiduría y que haya albergado esa
esperanza de que no va a conseguirla de una manera válida en ninguna otra parte
de no ser en el Hades, va a irritarse de morir y no se irá allí gozoso? Preciso
es creerlo, al menos si de verdad, amigo mío, es filósofo. Pues él tendrá en
firme esa opinión: que en ningún otro lugar conseguirá de modo puro la
sabiduría sino Allí. Si eso es así, lo que justamente decía hace un momento,
¿no sería una enorme incoherencia que tal individuo temiera la muerte?
—En
efecto, enorme, ¡por Zeus! —dijo él.
—Por lo
tanto, eso será un testimonio suficiente para ti -dijo-, de que un
hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ése no es un filósofo, sino algún
amigo del cuerpo. Y ese mismo será seguramente amigo también de las riquezas y
de los honores sea de una de esas cosas o de ambas.