Frases

¿Cómo te gustaría que te sorprendiese la muerte? En lo que a mí respecta, yo quisiera que me sorprendiese ocupado en algo grande y generoso, en algo digno de un hombre y útil a los demás; no me importaría tampoco que me sorprendiese ocupado en corregirme y atento a mis deberes, con el objeto de poder levantar hacia el cielo mis manos puras y decir a los dioses: “He procurado no deshonraros ni descuidar aquellas facultades que me disteis para que pudiera conoceros y serviros. Éste es el uso que he hecho de mis sentidos y de mi inteligencia […]

Epicteto

sábado, 12 de mayo de 2012

Feria Internacional del Libro en Mérida 2012


Del 15 al 24 de junio de 2012 se realizará la XV Feria Internacional del Libro Universitario (Filu 2012) de la Universidad de los Andes (ULA).
Los libros de Ernesto Marrero R. estarán  en el stand número 15 de la Librería Selecta, donde hallarán su más reciente novela "El futuro nos alerta". También podrás encontrar otras obras de su autoría tales como: La leyenda del sabio de la montaña, El pececito que quería ser humano I y II, Y ahora… ¿por dónde empiezo?,  Cuando tenga tiempo, empiezo,  y  Pasajes secretos del alma. Además de disfrutar de un ambiente cultural que alimente el espíritu y eleve la conciencia.

Están cordialmente invitados.

"[...] Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida". Mario Vargas Llosa

viernes, 11 de mayo de 2012

El filósofo y la muerte

El filósofo y la muerte

 Extracto del Fedón de Platón
 
—[…]¿Te parece a ti que es propio de un filósofo andar dedicado a los que llaman placeres, tales como los propios de comidas y de bebidas?
—En absoluto, Sócrates —dijo Simmias.
—¿Qué en los placeres del sexo?
—En ningún modo.
—¿Y qué hay al respecto de los demás cuidados del cuerpo? ¿Te parece que tal persona los considera importantes? Por ejemplo, la adquisición de mantos y calzados elegantes, y los demás embellecimientos del cuerpo, ¿te parece que los tiene en estima, o los desprecia, en la medida en que no tiene una gran necesidad de ocuparse de ellos?
—A mi me parece que los desprecia —dijo— por lo menos el que de verdad es filósofo.
—Por lo tanto, ¿ no te parece que, por entero —dijo—, la ocupación de tal individuo no se centra en el cuerpo, sino que, en cuanto puede, está apartado de éste, y, en cambio, está vuelto hacia el alma?
—A mí sí.
—Es que no está claro, desde un principio, que el filósofo libera su alma al máximo de la vinculación con el cuerpo, muy a diferencia de los demás hombres?
—Está claro.
—Y, por cierto, qué les parece, Simmias, a los demás hombres de quien no halla placer en tales cosas ni participa de ellas no tiene un vivir digno, sino que se empeña en algo próximo al estar muerto el que nada se cuida de los placeres que están unidos al cuerpo.
—Muy de verdad lo que dices, desde luego.
—¿Y qué hay respecto de la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es el cuerpo un impedimento o no, si uno lo toma en la investigación como compañero? Quiero decir, por ejemplo, lo siguiente: ¿acaso garantizan alguna verdad la vista y el oído a los humanos, o sucede lo que incluso los poetas nos repiten de continuo, que no oímos nada preciso ni lo vemos? Aunque, si estos sentidos del cuerpo no son exactos ni claros, mal lo serán los otros. Pues todos son inferiores a ésos. ¿O no te lo parecen a ti?
—Desde luego —dijo.
—¿Cuándo, entonces —dijo él—, el alma aprehende la verdad? Porque cuando intenta examinar algo en compañía del cuerpo, está claro que entonces es engañada por él.
—Dices verdad.
—¿No es, pues, al reflexionar, más que en ningún otro momento, cuando se le hace evidente algo de lo real?
—Sí.
—Y reflexiona, sin duda, de manera óptima, cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído, ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que ella se encuentra al máximo en sí misma, mandando de paseo al cuerpo, y, sin comunicarse ni adherirse a él, tiende hacia lo existente.
—Así es.
—Por lo tanto, ¿también ahí el alma del filósofo desprecia al máximo el cuerpo y escapa de éste, y busca estar a solas en sí ella misma?
—Es evidente.
—¿Qué hay ahora respecto de lo siguiente, Simmias? ¿Afirmamos que existe algo justo en sí o nada?
—Lo afirmamos, desde luego, ¡por Zeus!
—¿Y, a su vez, algo bello y bueno?
—¿Cómo no?
—¿Es que ya has visto alguna de tales cosas con tus ojos nunca?
—De ninguna manera —dijo él.
—¿Pero acaso los has percibido con algún otro de los sentidos del cuerpo? Me refiero a todo eso, como el tamaño, la salud, la fuerza, y, en una palabra, a la realidad de todas las cosas, de lo que cada una es. ¿Acaso se contempla por medio del cuerpo lo más verdadero de éstas, o sucede del modo siguiente: que el que de nosotros se prepara a pensar mejor y más exactamente cada cosa en sí de las que examina, éste llegaría lo más cerca posible del conocer cada una?
—Así es, en efecto.
—Entonces, ¿lo hará del modo más puro quien en rigor máximo vaya con su pensamiento solo hacia cada cosa, sin servirse de ninguna visión al reflexionar, ni arrastrando ninguna otra percepción de los sentidos en su razonamiento, sino que, usando sólo de la inteligencia pura por sí misma, intente atrapar cada objeto real puro, prescindiendo todo lo posible de los ojos, los oídos y, en una palabra, del cuerpo entero, porque le confunde y no le deja al alma adquirir la verdad y el saber cuando se le asocia? ¿No es ése, Simmias, más que ningún otro, el que alcanzará lo real?
—¡Cuán extraordinariamente cierto -dijo Simmias- es lo que dices, Sócrates!
—Por consiguiente es forzoso -dijo- que de todo eso se les produzca a los auténticamente filósofos una opinión tal, que se digan entre sí unas palabras de este estilo, poco más o menos: «Puede ser que alguna senda nos conduzca hasta el fin, junto con el razonamiento, en nuestra investigación, en cuanto a que, en tanto tengamos el cuerpo y nuestra alma esté contaminada por la ruindad de éste, jamás conseguiremos suficientemente aquello que deseamos. Afirmamos desear lo que es verdad.
Pues el cuerpo nos procura mil preocupaciones por la alimentación necesaria; y, además, si nos afligen algunas enfermedades, nos impide la caza de la verdad. Nos colma de amores y deseos, de miedos y de fantasmas de todo tipo, y de una enorme trivialidad, de modo que ¡cuán verdadero es el dicho de que en realidad con él no nos es posible meditar nunca nada! Porque, en efecto, guerras, revueltas y batallas ningún otro las origina sino el cuerpo y los deseos de éste. Pues a causa de la adquisición de riquezas se originan todas la guerras, y nos vemos forzados a adquirirlas por el cuerpo, siendo esclavos de sus cuidados. Por eso no tenemos tiempo libre para la filosofía, con todas esas cosas suyas. Pero el colmo de todo es que, si nos queda algún tiempo libre de sus cuidados y nos dedicamos a observar algo, inmiscuyéndose de nuevo en nuestras investigaciones nos causa alboroto y confusión, y nos perturba de tal modo que por él no somos capaces de contemplar la verdad.
»Conque, en realidad, tenemos demostrado que, si alguna vez vamos a saber algo limpiamente, hay que separarse de él y hay que observar los objetos reales en sí con el alma por sí misma. Y entonces, según parece, obtendremos lo que deseamos y de lo que decimos que somos amantes, la sabiduría, una vez que hayamos muerto, según indica nuestro razonamiento, pero no mientras vivimos. Pues si no es posible por medio del cuerpo conocer nada limpiamente, una de dos: o no es posible adquirir nunca el saber, o sólo muertos. Porque entonces el alma estará consigo misma separada del cuerpo, pero antes no. Y mientras vivimos, como ahora, según parece, estaremos más cerca del saber en la medida en que no tratemos ni nos asociemos con el cuerpo, a no ser en la estricta necesidad, y no nos contaminemos de la naturaleza suya, sino que nos purifiquemos de él, hasta que la divinidad misma nos libere. Y así, cuando nos desprendamos de la insensatez del cuerpo, según lo probable estaremos en compañía de lo semejante y conoceremos por nosotros mismos todo lo puro, que eso es seguramente lo verdadero. Pues al que no esté puro me temo que no le es lícito captar lo puro.» Creo que algo semejante, Simmias, es necesario que se digan unos a otros y que mantengan tal creencia los que rectamente aman el saber. ¿No te lo parece así?
—Del todo, Sócrates.
—Por lo tanto —dijo Sócrates—, si eso es verdad, compañero, hay una gran esperanza, para quien llega adonde yo me encamino, de que allí de manera suficiente, más que en ningún otro lugar adquirirá eso que nos ha procurado la mayor preocupación en la vida pasada. Así que el viaje que ahora me han ordenado hacer se presenta con una buena esperanza, como para cualquier otro hombre que considere que tiene preparada su inteligencia, como purificada.
—Muy bien —dijo Simmias.
—¿Pero es que no viene a ser una purificación eso, lo que desde antiguo se dice en la sentencia «el separar al máximo el alma del cuerpo» y el acostumbrarse ella a recogerse y concentrarse en sí misma fuera del cuerpo, y a habitar en lo posible, tanto en el tiempo presente como en el futuro, sola en sí misma, liberada del cuerpo como de unas cadenas?
—Desde luego.
—¿Por tanto, eso es lo que se llama muerte, la separación y liberación del alma del cuerpo?
—Completamente -dijo él
Y en liberarla, como decimos, se esfuerzan continuamente y ante todo, los filósofos de verdad, y ese empeño es característico de los filósofos, la liberación y la separación del alma del cuerpo. ¿O no?
—Parece que sí.
—Por lo tanto, lo que decíamos en un comienzo: sería ridículo un hombre que se dispusiera a sí mismo durante su vida a estar lo más cerca posible del estar muerto y a vivir de tal suerte, y que luego, al llegarle la muerte, se irritara de ello.
—Ridículo. ¿Cómo no?
—En realidad, por tanto —dijo—, los que de verdad filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos mínimamente temible. Obsérvalo a partir de lo siguiente. Si están, pues, enemistados por completo con el cuerpo, y desean tener a su alma sola en sí misma, cuando eso se les presenta, ¿no sería una enorme incoherencia que no marcharan gozosos hacia allí adonde tienen esperanza de alcanzar lo que durante su vida desearon amantemente, pues amaban el saber, y de verse apartados de aquello con lo que convivían y estaban enemistados? Cierto que, al morir sus seres amados, o sus esposas, o sus hijos, muchos por propia decisión quisieron marchar al Hades, guiados por la esperanza de ver y convivir allá con los que añoraban. ¿Y, en cambio, cualquiera que ame de verdad la sabiduría y que haya albergado esa esperanza de que no va a conseguirla de una manera válida en ninguna otra parte de no ser en el Hades, va a irritarse de morir y no se irá allí gozoso? Preciso es creerlo, al menos si de verdad, amigo mío, es filósofo. Pues él tendrá en firme esa opinión: que en ningún otro lugar conseguirá de modo puro la sabiduría sino Allí. Si eso es así, lo que justamente decía hace un momento, ¿no sería una enorme incoherencia que tal individuo temiera la muerte?
—En efecto, enorme, ¡por Zeus! —dijo él.
—Por lo tanto, eso será un testimonio suficiente para ti -dijo-, de que un hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ése no es un filósofo, sino algún amigo del cuerpo. Y ese mismo será seguramente amigo también de las riquezas y de los honores sea de una de esas cosas o de ambas.

Cuando las cadenas se rompen


Cuando las cadenas se rompen

En la primavera de 1909, un grupo de muchachos se bañaba alegremente en la playa de Adyar, cerca de Madrás, en la India, en donde se ubicaba la Sociedad Teosófica. Leadbeater, quien tenía un reconocido prestigio de poseer facultades psíquicas, logró visualizar que uno de ellos poseía un aura hermosa, de una extensión extraordinaria y vivos colores que, además, lograría ser con el tiempo, un prominente orador y un aclamado guía espiritual. Este chico era hijo de un viudo empobrecido que trabajaba para la sociedad como secretario asistente.
Jiddu Krishnamurti se llamaba este jovencito. Tenía catorce años de edad, de aspecto torpe y una contextura muy delgada, más bien parecía mostrar rasgos de desnutrición aunque internamente resplandecía con la luz de una conciencia superior.
A partir de ese momento entra al cuidado de la Sociedad Teosófica en las manos de la señora Annie Besant, quien lo toma casi como un hijo y le otorga una educación especial, primeramente en Adyar y más adelante en Inglaterra. Además de las materias normales, recibió profundos conocimientos teosóficos.
Leadbeater y Besant intuyeron, después de un tiempo, que Krishnamurti había nacido con el propósito de ser el vehículo elegido para la encarnación de Maitreya (el nuevo sucesor de Buda). Por lo tanto, decidieron formar una organización llamada la Orden de la Estrella del Este, cuya finalidad sería la de canalizar el advenimiento del gran avatar.
Todos esperaban con ansiedad que este supremo maestro viniera a guiar el camino espiritual de muchísimas personas, a través de un tipo de religión universal que unificara las diferencias existentes hasta ahora. En sí, que se encargara de iluminar las tinieblas mentales de la humanidad.
Todo se proyectaba según las expectativas creadas, hasta que en el año 1929 Krishnamurti pronunció un discurso inolvidable que le hizo mover el tapete a muchos, en especial, a aquéllos que anhelaban la llegada de un maestro que, con una varita mágica, pudiera limpiarles sus pecados y, además, llevarlos por el camino cómodo de la salvación final. Ese día disolvió la Orden de la Estrella del Este, y declaró que su único interés era hacer que los hombres y mujeres de este mundo alcanzaran una absoluta e incondicional libertad mental. Explicó que no quería pertenecer a clase alguna de organización espiritual, ya que ninguna de éstas era capaz de conducir al hombre a su verdadera liberación.
Un silencio sepulcral se generó dentro de los presentes; unos y otros comenzaron a verse las caras de asombro y es en ese momento cuando les aclara su postura con precisión: La verdad es una tierra sin caminos. No es posible acercarse a ella por medio de ninguna religión, de ninguna secta.
El aire continuaba estático y todos lo observaban desconcertados. Entonces Krishnamurti reafirmó con sabiduría: Tienen la idea de que sólo ciertas personas poseen la llave para entrar en el reino de la felicidad. Nadie la posee... Esa llave es el propio ser de cada uno.
Krishnamurti dedicó su vida a mostrar un camino, por donde transitar, para llegar a romper las cadenas de los condicionamientos mentales y así alcanzar la infinita libertad. Murió en Ojai, California, Estados Unidos de América, el 17 de febrero de 1986, y dejó prohibido cualquier tipo de ceremonia funeraria o culto en su nombre.

Extraído del libro: Cuando tenga tiempo, empiezo
De: Ernesto Marrero